jueves, 7 de mayo de 2020

¿Quién es el protagonista en El ahogado más hermoso del mundo?


Si definimos la narración como la descripción de unos hechos sucedidos a unos personajes en un tiempo y espacio concretos, en el caso de “El ahogado más triste del mundo” entra en contradicción con esa manera en que lo hemos definido. El acontecimiento es singular, no solo por lo extraño sino por lo simple: una localidad costera del Caribe recibe el cuerpo de un ahogado. No hay agon, entendiéndolo este como una lucha, como una contienda necesaria entre el hombre y su destino o sus limitaciones (mitología) o en franca soledad contra las leyes de los hombres (desde la Antígona de Sófocles a El proceso de Kafka). No hay siquiera la más mínima contienda entre dos personajes, no hay una lucha entre buenos y malos, no hay policías ni ladrones, detectives o asesinos. Encefalograma narrativo cuasi plano y, sin embargo, eppur si muove. El protagonista, el ahogado más hermoso del mundo, está muerto; y resulta difícil, incluso en la ficción, que un muerto haga cosas; y frente a este protagonista, no encontramos ningún otro personaje singular, no solo en el súmero sino en el carácter. El personaje que lo acompaña, el personaje al que se contrapone, el antagonista, será un personaje colectivo, el pueblo (el coro griego de la tragedia) o parte del pueblo (los niños, los hombres, las mujeres, las vecinas), pocas veces singularizadas (como es el caso de “una de las más jóvenes” la que empezó a llorar).
Esta ausencia de narración condiciona la brevedad del cuento: sería difícil sostener una narración en la que apenas pasa nada, y los recursos que se utilizan, las técnicas literarias que el autor dispone, después del deslumbramiento, llegarían a cansar, perderían su magia, su efecto sobre nosotros.
¿Qué mecanismos son esos? La primera es el proceso de inmersión: durante todo el relato nos sentimos testigos, pero no a la manera de los lectores que se asoman a un libro y a su mundo. No. El proceso es más complejo y simula el efecto de Las Meninas de Velázquez o que El entierro del Conde Orgaz. Al asomarnos a esos cuadros los personajes nos envuelven con su mirada, forman un círculo alrededor de nosotros y nos atrapan. Estamos dentro, no asomados. Formamos parte del cuadro. No es una estructura hermética sino que el artista ha dispuesto la obra para que solo tenga sentido, solo esté completa cuando se produce la comunicación estética. Es el proceso con el que Buero Vallejo nos introduce en la sensación insegura de la ceguera al matar las luces del teatro. Es la sensación que tenemos cuando, al pie de los ninos, vemos acercarse un enorme bulto: promontorio oscuro y sigiloso, barco enemigo, ballena, ahogado finalmente. Ya está: en ese párrafo hemos adoptado su visión, estamos dentro. Sentimos la arena en los zapatos de la playa y el rumor de lo niños que juegan con él: es Gulliver caribeño.
Otro de las técnicas que entra en juego es la de la hipérbole continuada: el agon, la lucha, la contienda, no está entre dos personajes, sino entre dos mundos. El mundo hiperbólico del ahogado a la vista de las personas de la isla. Una isla ya de por sí hiperbólica, donde hay tan poca tierra “que a los pocos muertos que les iban causando los añostenían que tirarlos en los acantilados.” A partir de entonces, la mirada del escritor es la de la fascinación: la del mundo del tan tan infantil de los chistes (era un hombre tan grande tan grande que muerto no cabía en una casa). La hipérbole suele tener un efecto cómico (piénsese en las sátiras de Quevedo, en la nariz sayón y escriba) y sin embargo aquí resulta mágica, hipnótica. ¿Qué hace que en ese equilibrio caiga no para el lado del humor sino para el de la melancolía? La reacción que produce en los demás (y en el lector que ha asistido, como una más de las mujeres) al amortajamiento: esa desmesura: “solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento”.
Eran tanto (alto, viril, bien armado) que “no les cabía en la imaginación”. Fascinadas por su desproporción y su hermosura… Les parece que el Caribe “nunca había estado tan ansioso como aquella noche y suponían que algo de eso tenía que ver con el muerto”. Las mujeres se extravían en dédalos de fantasía… Mostrar a los personajes por sus hechos, o por la impresión que causan en los demás es la manera más literaria de mostrar a un personaje, más allá de la calificación simplona de un adjetivo.
Y después de esa fascinación, surge la compasión: los hechos vergonzantes a los que debió someterse aquel ahogado hermoso por su enorme estatura (esa Alicia crecida en un mundo en el que todo parece romperse). La visión ahora no es la de las mujeres: la impresión ahora es la del muerto. Las mujeres le insuflan vida a sus pensamientos y el estilo directo libre “Esteban, hágame el favor”, contibuye a hacer más vivaz esa impresión.
En el alma de las mujeres el muerto ha cobrado vida, tanto es así que “le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz” y al borrarle el rostro desaparece la ensoñación y “lo vieron tan muerto para siempre…”.
De nuevo el agón se produce no por un hecho, sino por la impresión que causa en el coro de hombres que recién acaba de llegar, ajenos a ese proceso de asimilación que hemos vivido y lo conciben con hartazgo: lo único que querían eran quitarse de una vez el estorbo del intruso”. Y a esa prisa se oponen las mujeres iniciando una serie de trucos para hacerles perder el tiempo. Los hombres que no entienden el revuelo “por un muerto al garete, un ahogado de nadie, fiambre de mierda” se quedan sin aliento cuando una de las mujeres le quita el pañuelo. No hace falta decir que es el más hermoso del mundo: ahí lo tenemos, en la impresión que vuelve a causar, y de nuevo se produce una intensificación en la resurrección interpretativa en los hombres. No se les aparecen escenas pasadas sino que el muerto le habla a ellos: “si hubiera sabido que aquello iba a suceder hubiese buscado una lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo […], como ustedes dicen”.
Otra de las características del relato es que, como el buen viajero, como se dice del buen libro, nadie es el mismo después del tránsito. Es necesario un cambio o una reafirmación. En este caso, el cambio se produce en quien, de verdad parece ser el verdadero protagonista (el título no era otra que un señuelo): el pueblo. Son los habitantes quienes “no tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás.”
Y García Márquez nos facilita la salida en la figura del capitán que divisa con el catalejo y anuncia en catorce idiomas que “miren allá, es el pueblo de Esteban”.
 La solidez narrativa y la elegancia en el estilo de la prosa sorprenden por la aparente sencillez en la que la historia está narrada; no hay abuso de subordinación sintáctica; el léxico, selecto y exquisito, en el que aparecen colombianismos o americanismos, no dificulta su comprensión, sino que la da sabor, en contra de la prosa estandarizada, personalidad y sobre todo, contribuye a la veracidad. En el lenguaje late la sencilez de los grandes contadores de historias, de los grandes magos que hacen sencillo y cotidiano lo imposible.

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