jueves, 13 de febrero de 2014

El tiempo de las dunas

Ciertamente hubo un tiempo mítico en los albores del mundo, un tiempo en el que los cuatro elementos no estaban aún diferenciados para los ojos del hombre. A ese tiempo mítico, al estado del paisaje desnudo, puro, esencial, nos remite Encarnación Domingo.
            Sus cuadros proponen un viaje al tiempo de la esencia, al tiempo del símbolo primordial donde la luz y la sombra son más que una disposición de la materia: vemos las dunas erguirse lentas, como titanes; contemplamos la lucha entre la ola y la roca, entre el horizonte y el presente, entre el hombre y el paisaje que intenta conquistar, como lo hace esta pintora, a través de la esencia.
            Es cierto que a veces vemos unos hombres bañándose, una casa perdida en la lontananza y entre la luz el rastro vemos también del paso del aire, las pisadas, los caminos…
            Pero eso es esencia, esencia de nosotros, quizás, esencia de lo que la pintora considera que vale la pena: el momento del ocio de un baño, la eternidad de un instante que siempre habrá de repetirse en el fragor de la ola y de la roca, o el caracolear del viento delante del sol, como si fuesen las hélices nerudianas del crepúsculo.
            Esta esencia se nos revela a través del título de sus cuadros, apenas una palabra, casi una sílaba, como si la pintora se quedase sin voz, porque sobran las palabras, ciertamente, porque sobran los renglones del paisaje incluso, porque todo es indisoluble en el paisaje y en el hombre: mar y aire y tierra y fuego y luz y sombra y calina… 
            Los cuadros de Encarnación Domingo remiten al mundo cercanamente conocido por la pintora (nombres de playas aparecen a menudo en los títulos), de lugares concretos que a nosotros nos resultan conocidos sin haberlos visto antes, porque los llevábamos ya presentidos, porque la pintora ha prescindido de lo accesorio para ofrecernos el sentimiento de un paisaje elaborado.
            Un paisaje -sea cual sea- que nos evoca tranquilidad, que nos sugiere el paso del tiempo, el calor que parece interminable al caer la tarde sobre los prados, o la insignificancia de unas briznas de hierba que se elevan majestuosas sobre la cerviz de las dunas.
            Y ese puede ser, al menos así lo siento siempre que el azar y la amistad me brinda la oportunidad de estar delante de sus cuadros otro de los mensajes: un paisaje -sea cual sea- como un momento vital es siempre diferente, siempre renovado, concreto e irrepetible.
            Pueden comprobar cómo varían los colores, el perfil de las sombras, de la luz, el perfil mismo de la permanencia de las cosas…
            Mil y ún detalles que nos hacen sentir el mismo paisaje como infinitamente distinto porque entre uno y otro han pasado por los ojos de la pintora nuevas experiencias, nuevas alegrías y tristezas que le van haciendo prescindir de lo ornamental e ir a la esencia, a ese murmullo como de risas que tiene el mar. Porque, como ya dijera Jaime Gil de Biedma, “a veces ola y otra vez silencio”.

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