Si definimos la narración como la
descripción de unos hechos sucedidos a unos personajes en un tiempo y espacio
concretos, en el caso de “El ahogado más triste del mundo” entra en contradicción
con esa manera en que lo hemos definido. El acontecimiento es singular, no solo
por lo extraño sino por lo simple: una localidad costera del Caribe recibe el
cuerpo de un ahogado. No hay agon, entendiéndolo este como una lucha, como una
contienda necesaria entre el hombre y su destino o sus limitaciones (mitología)
o en franca soledad contra las leyes de los hombres (desde la Antígona de
Sófocles a El proceso de Kafka). No hay siquiera la más mínima contienda entre
dos personajes, no hay una lucha entre buenos y malos, no hay policías ni
ladrones, detectives o asesinos. Encefalograma narrativo cuasi plano y, sin
embargo, eppur si muove. El protagonista, el ahogado más hermoso del
mundo, está muerto; y resulta difícil, incluso en la ficción, que un muerto
haga cosas; y frente a este protagonista, no encontramos ningún otro personaje singular,
no solo en el súmero sino en el carácter. El personaje que lo acompaña, el
personaje al que se contrapone, el antagonista, será un personaje colectivo, el
pueblo (el coro griego de la tragedia) o parte del pueblo (los niños, los
hombres, las mujeres, las vecinas), pocas veces singularizadas (como es el caso
de “una de las más jóvenes” la que empezó a llorar).
Esta ausencia de narración
condiciona la brevedad del cuento: sería difícil sostener una narración en la
que apenas pasa nada, y los recursos que se utilizan, las técnicas literarias
que el autor dispone, después del deslumbramiento, llegarían a cansar, perderían
su magia, su efecto sobre nosotros.
¿Qué mecanismos son esos? La
primera es el proceso de inmersión: durante todo el relato nos sentimos testigos,
pero no a la manera de los lectores que se asoman a un libro y a su mundo. No.
El proceso es más complejo y simula el efecto de Las Meninas de Velázquez o que
El entierro del Conde Orgaz. Al asomarnos a esos cuadros los personajes nos
envuelven con su mirada, forman un círculo alrededor de nosotros y nos atrapan.
Estamos dentro, no asomados. Formamos parte del cuadro. No es una estructura
hermética sino que el artista ha dispuesto la obra para que solo tenga sentido,
solo esté completa cuando se produce la comunicación estética. Es el proceso
con el que Buero Vallejo nos introduce en la sensación insegura de la ceguera
al matar las luces del teatro. Es la sensación que tenemos cuando, al pie de
los ninos, vemos acercarse un enorme bulto: promontorio oscuro y sigiloso,
barco enemigo, ballena, ahogado finalmente. Ya está: en ese párrafo hemos
adoptado su visión, estamos dentro. Sentimos la arena en los zapatos de la
playa y el rumor de lo niños que juegan con él: es Gulliver caribeño.
Otro de las técnicas que entra en
juego es la de la hipérbole continuada: el agon, la lucha, la contienda, no
está entre dos personajes, sino entre dos mundos. El mundo hiperbólico del
ahogado a la vista de las personas de la isla. Una isla ya de por sí
hiperbólica, donde hay tan poca tierra “que a los pocos muertos que les iban
causando los añostenían que tirarlos en los acantilados.” A partir de entonces,
la mirada del escritor es la de la fascinación: la del mundo del tan tan
infantil de los chistes (era un hombre tan grande tan grande que muerto no
cabía en una casa). La hipérbole suele tener un efecto cómico (piénsese en las
sátiras de Quevedo, en la nariz sayón y escriba) y sin embargo aquí resulta
mágica, hipnótica. ¿Qué hace que en ese equilibrio caiga no para el lado del humor
sino para el de la melancolía? La reacción que produce en los demás (y en el
lector que ha asistido, como una más de las mujeres) al amortajamiento: esa
desmesura: “solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la
clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento”.
Eran tanto (alto, viril, bien
armado) que “no les cabía en la imaginación”. Fascinadas por su desproporción y
su hermosura… Les parece que el Caribe “nunca había estado tan ansioso como
aquella noche y suponían que algo de eso tenía que ver con el muerto”. Las mujeres
se extravían en dédalos de fantasía… Mostrar a los personajes por sus hechos, o
por la impresión que causan en los demás es la manera más literaria de mostrar
a un personaje, más allá de la calificación simplona de un adjetivo.
Y después de esa fascinación,
surge la compasión: los hechos vergonzantes a los que debió someterse aquel
ahogado hermoso por su enorme estatura (esa Alicia crecida en un mundo en el
que todo parece romperse). La visión ahora no es la de las mujeres: la
impresión ahora es la del muerto. Las mujeres le insuflan vida a sus
pensamientos y el estilo directo libre “Esteban, hágame el favor”, contibuye a
hacer más vivaz esa impresión.
En el alma de las mujeres el
muerto ha cobrado vida, tanto es así que “le taparon la cara con un pañuelo
para que no le molestara la luz” y al borrarle el rostro desaparece la
ensoñación y “lo vieron tan muerto para siempre…”.
De nuevo el agón se produce no
por un hecho, sino por la impresión que causa en el coro de hombres que recién
acaba de llegar, ajenos a ese proceso de asimilación que hemos vivido y lo
conciben con hartazgo: lo único que querían eran quitarse de una vez el estorbo
del intruso”. Y a esa prisa se oponen las mujeres iniciando una serie de trucos
para hacerles perder el tiempo. Los hombres que no entienden el revuelo “por un
muerto al garete, un ahogado de nadie, fiambre de mierda” se quedan sin aliento
cuando una de las mujeres le quita el pañuelo. No hace falta decir que es el
más hermoso del mundo: ahí lo tenemos, en la impresión que vuelve a causar, y
de nuevo se produce una intensificación en la resurrección interpretativa en
los hombres. No se les aparecen escenas pasadas sino que el muerto le habla a
ellos: “si hubiera sabido que aquello iba a suceder hubiese buscado una lugar
más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo […], como
ustedes dicen”.
Otra de las características del
relato es que, como el buen viajero, como se dice del buen libro, nadie es el
mismo después del tránsito. Es necesario un cambio o una reafirmación. En este
caso, el cambio se produce en quien, de verdad parece ser el verdadero
protagonista (el título no era otra que un señuelo): el pueblo. Son los
habitantes quienes “no tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para
darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás.”
Y García Márquez nos facilita la
salida en la figura del capitán que divisa con el catalejo y anuncia en catorce
idiomas que “miren allá, es el pueblo de Esteban”.
La solidez narrativa y la elegancia en el
estilo de la prosa sorprenden por la aparente sencillez en la que la historia
está narrada; no hay abuso de subordinación sintáctica; el léxico, selecto y
exquisito, en el que aparecen colombianismos o americanismos, no dificulta su
comprensión, sino que la da sabor, en contra de la prosa estandarizada,
personalidad y sobre todo, contribuye a la veracidad. En el lenguaje late la
sencilez de los grandes contadores de historias, de los grandes magos que hacen
sencillo y cotidiano lo imposible.
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