Ciertamente hubo un tiempo mítico en
los albores del mundo, un tiempo en el que los cuatro elementos no estaban aún
diferenciados para los ojos del hombre. A ese tiempo mítico, al estado del
paisaje desnudo, puro, esencial, nos remite Encarnación Domingo.
Sus cuadros proponen un viaje al
tiempo de la esencia, al tiempo del símbolo primordial donde la luz y la sombra
son más que una disposición de la materia: vemos las dunas erguirse lentas,
como titanes; contemplamos la lucha entre la ola y la roca, entre el horizonte
y el presente, entre el hombre y el paisaje que intenta conquistar, como lo
hace esta pintora, a través de la esencia.
Es cierto que a veces vemos unos
hombres bañándose, una casa perdida en la lontananza y entre la luz el rastro
vemos también del paso del aire, las pisadas, los caminos…
Pero eso es esencia, esencia de
nosotros, quizás, esencia de lo que la pintora considera que vale la pena: el
momento del ocio de un baño, la eternidad de un instante que siempre habrá de
repetirse en el fragor de la ola y de la roca, o el caracolear del viento
delante del sol, como si fuesen las hélices nerudianas del crepúsculo.
Esta esencia se nos revela a través
del título de sus cuadros, apenas una palabra, casi una sílaba, como si la
pintora se quedase sin voz, porque sobran las palabras, ciertamente, porque
sobran los renglones del paisaje incluso, porque todo es indisoluble en el
paisaje y en el hombre: mar y aire y tierra y fuego y luz y sombra y calina…
Los cuadros de Encarnación Domingo
remiten al mundo cercanamente conocido por la pintora (nombres de playas
aparecen a menudo en los títulos), de lugares concretos que a nosotros nos
resultan conocidos sin haberlos visto antes, porque los llevábamos ya
presentidos, porque la pintora ha prescindido de lo accesorio para ofrecernos
el sentimiento de un paisaje elaborado.
Un paisaje -sea cual sea- que nos
evoca tranquilidad, que nos sugiere el paso del tiempo, el calor que parece
interminable al caer la tarde sobre los prados, o la insignificancia de unas
briznas de hierba que se elevan majestuosas sobre la cerviz de las dunas.
Y ese puede ser, al menos así lo
siento siempre que el azar y la amistad me brinda la oportunidad de estar
delante de sus cuadros otro de los mensajes: un paisaje -sea cual sea- como un
momento vital es siempre diferente, siempre renovado, concreto e irrepetible.
Pueden comprobar cómo varían los
colores, el perfil de las sombras, de la luz, el perfil mismo de la permanencia
de las cosas…
Mil y ún detalles que nos hacen
sentir el mismo paisaje como infinitamente distinto porque entre uno y otro han
pasado por los ojos de la pintora nuevas experiencias, nuevas alegrías y
tristezas que le van haciendo prescindir de lo ornamental e ir a la esencia, a
ese murmullo como de risas que tiene el mar. Porque, como ya dijera Jaime Gil
de Biedma, “a veces ola y otra vez silencio”.
(Para saber más: http://www.encarnaciondomingo.es)
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