Para quienes los
buscamos y los coleccionamos, tienen algo de racimos de uvas o garrapiellos
d’ablanes los libros de cuentos y de relatos, pequeños frutos que penden de la
unidad y que, aunque compartan la caña, son distintos entre sí: agraces o
dulces, maduros o verdes….
Con
un libro de relatos acontece lo mismo. Son distintos los frutos que penden de
la misma rama, y distinto el sabor que nos deja en el cielo de la boca.
Javier
García Cellino ha reunido un tercio de su vida (literaria) en el libro de
relatos que lleva por título El
conferenciante (Septem, Uviéu, 2018) y cuya unidad reside en la
personalidad del autor mismo, en la visión que ha ido adquiriendo a lo largo de
toda una vida de lecturas, escrituras y diálogos con la literatura propia y la de
ajenos. Como los anillos que deja el paso del tiempo en el corazón del tronco y
que solo se perciben al abrirlo, así el lector puede ir contando las estrías
literarias que vida y lecturas han dejado en la narrativa corta del autor
langreano.
El conferenciante se concibe como una
lección de literatura resuelta en once relatos. Estos los preside una prosa
sobria y, como se dice en el argot de los escritores, con unos escenarios “bien
amueblados”, es decir, para profanos, se percibe una labor de documentación
trabajada con el propósito de hacer creíble, de incrustar en lo verosímil, la
ficción: “La línea Maginot” y “Los buenos tiempos” son, en este sentido, los
mejores ejemplos.
A
medida que viajamos en la lectura percibimos que hay una búsqueda hacia el
interior del relato y hacia el exterior de la geografía; un viaje hacia el más
difícil todavía, precedido del redoble de tambor que se escucharía en el circo
de “Bobby hasta el final de los siglos”. Javier Cellino busca desligarse de sí
mismo en los relatos. Quedarse a solas con la literatura, con la tensión
cortazariana que haga del relato un todo que sea capaz de sostenerse por sí
mismo.
Y
para ello prescinde de sí mismo. En sus relatos, Javier García Cellino no
quiere ser él ni sus circunstancias. Nada hay que nos permita ubicarlo, a él o
a sus personajes, en una coordenada espacial a través del lugar donde se sitúa
la acción –en tan pocas ocasiones aparece alusión a algún topónimo-, ni
siquiera el nombre de los personajes, que muchas veces recuerdan apellidos
ultramarinos, cuando no son alemanes o franceses, de acuerdo con la
ambientación del relato. Nada, ni un mínimo guiño, como había hecho, por el
contrario, en la novela Círculos de tiza,
a su contexto personal o a su biografía. Sí se permite el uso de ciertas
licencias líricas en algunas descripciones, metáforas que solo la mirada de
poeta puede hacer reposar en la prosa, con delicadeza, sin hacer daño o
estruendo con el resto.
Además
del autor, además de esa apuesta por una mirada comprometida solo con lo
literario, ¿qué otra característica baña las once piezas de este libro?
Inconfundiblemente el sabor, entre ácido y amargo, de una dulce ironía. La
mayor parte de los once relatos que componen la entrega, se resuelven por la
vía de ironía “ex machina”, un recurso que arranca una sonrisa al lector y deja
sumidos en el mar de la desolación a los personajes.
Es
la ironía final una constante en este muestrario hasta el punto de que se hace
previsible que todo será imprevisible: desde el primer relato (biológicamente o
cronológicamente hablando, es decir, escrito), “El sur”, hasta el primer relato
(el primero que se encontraran cuando partan el árbol, que de celulosa arborescente
se trata la materia con la que se componen los libros), “Los buenos tiempos”.
Los
personajes, que fantasean o echan mano de argucias ficticias para sobreponerse
a las particulares desgracias cotidianas, acaban derrotados por una ironía que
cercena sus esperanzas.
¿Es
esa, acaso, la lección final de El
conferenciante?
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